Es mucho más impactante vivir un momento cuando sabes que pasará a formar parte de la historia. El partido contra el Tenerife así lo hará. Por eso era difícil vivirlo con serenidad.
El pañuelo era obligatorio para todo aquel aficionado que asistiese al estadio. Las lágrimas podían aparecer en cualquier momento y había que estar preparado. Era tarde de despedidas, seguramente de muchas pero, como si de un cartel taurino se tratase, una aparecía por encima de todas. Rubén Baraja no volverá a pisar el césped de Mestalla, al menos con la camiseta del murciélago, y eso merecía un adiós especial.
Así lo entendieron sus compañeros, que le brindaron el brazalete a un futbolista que no lo necesita para ser capitán. Saltó al verde rodeado de miles de merecidos aplausos, locales y foráneos, que se volvieron silbidos cuando Manuel Llorente se acercó al vallisoletano para entregarle la insignia de oro y brillantes del club. Los únicos pitos de una tarde inmaculada.
Al apabullante recibimiento le siguió un partido digno del mejor Baraja. Control, mando, ocasiones, peligro y ganas, muchas ganas. El Valencia no podía dejarse llevar en la última batalla del mejor general de su historia. Por orgullo. Como tributo a su líder. No había que fallarle al Pipo.
Sufrió por tanto el Tenerife una tarde de rabia local que maniató a los insulares durante todo el partido. Los visitantes dependieron en todo momento del Real Madrid para salvarse puesto que en Mestalla nadie creía viable su reacción. El descenso chicharrero no le importó lo más mínimo a los locales, que sentenciaron la desgracia de los de Oltra en el último minuto con un gol de Alexis. Eso es lo de menos.
Rubén Baraja se llevó un tiro al palo, alguna ocasión marrada, pero el cariño de toda la afición. En el minuto ocho de cada mitad las gradas levantaron sus gargantas para cantar bien alto "Pipo Baraja". Un mensaje que ha resonado en las tribunas del coliseo valencianista durante diez temporadas, pero que en esta ocasión hizo que el protagonista sintiese un cosquilleo especial.
Su sustitución es algo más que una imagen, es el símbolo de un traslado de poder. Banega debe intentar acercarse a lo que significa Baraja. Será difícil que lo consiga en el vestuario, pero por lo menos debe probar suerte en el césped. Es la esperanza de un Valencia arruinado que ve en el argentino una solución al adiós del '8'.
El pitido del árbitro puso fin a 90 minutos cargados de emotividad. Baraja salió del banquillo para dar las gracias. Una vuelta al campo que nadie quería que terminase. Seguro que entre tanto aplauso alguno hizo amago de llorar. Zigic lo subió a hombros, como a los mejores toreros. En este caso su faena ha durado diez temporadas y será difícilmente igualable. Dos orejas y rabo. Con los dos brazos en alto, como en sus grandes momentos. Una estampa que evoca las dos Ligas de principios de siglo.
Al terminar, Baraja bajó las escaleras y enfiló su adiós en forma de pasillo. Su destino, el paraíso de las leyendas. Allí le esperan Claramunt y Puchades para jugar partidos interminables en un centro del campo de ensueño. Un fichaje de lujo para los mitos del Valencia.
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