Pepe Gálvez se hizo con el balón en campo propio y no dudó en correr hacia la portería contraria. No era momento de pensar, sino de encarar uno a uno a todos los rivales que apareciesen por el camino. Estaba escorado en banda derecha, le gustaba arrancar desde ahí. Se sentía cómodo. Su juventud era una aliada más contra el cansancio. Dejó atrás a todos los defensas del Tenerife en un eslalon memorable.
Después de dibujar una jugada casi perfecta, sólo faltaba el gol. Gálvez buscó a un compañero que culminase el trabajo, que le diese sentido a su carrera triunfal. Centró el balón un poco pasado, pero Mijatovic estiró el cuello hasta cabecear la pelota algo forzado y sin ángulo. Su remate no iba a portería y Mestalla lo sabía. Una jugada así merecía el gol. Es lo mismo que debió pensar César Gómez cuando introdujo el balón en su portería. Era el empate a dos.
Aquella jugada de Gálvez le dio un punto al Valencia. Era el 19 de noviembre de 1995. Los de Luis Aragonés no lo sabían, pero acababan de perder dos puntos de oro para ganar la Liga. Antes de ese gol en propia puerta, Pizzi había marcado dos tantos que pusieron por delante a los insulares. Aquella temporada fue un sueño para el hispanoargentino, que acabó como máximo goleador del campeonato. El propio Gálvez había empatado a uno el choque, pero más tarde tuvo que disfrazarse de Ronaldo para evitar la derrota final.
Ese ha sido el primer Valencia-Tenerife que se me ha venido a la cabeza. Del que tengo un recuerdo más duradero. Y en él, Gálvez es el héroe con aquella jugada mágica.
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