El Mundial se lo dejó en Génova

Hay ciertos jugadores que rompen a jugar un buen día y pegan el estirón sin miramientos. Pierden el miedo. No se les vislumbra techo, crecen como Alicia en la casa de muñecas, destrozando cualquier muro que se encuentran en el camino y dejando sin habla a los entendidos del balón. Cuando Pablo Hernández explotó la pasada temporada engañó a todos los que pensaban que pertenecía a ese grupo de privilegiados. Se ganó por méritos propios el reconocimiento colectivo como titular en el Valencia e integró la selección española que disputó la Copa Confederaciones. Un año después su evolución ha sido decepcionante, muy por debajo de lo esperado.


Pablo empezó la temporada igual que acabó la anterior. Feliz, rápido, hábil y eficaz. Se escurría entre las defensas rivales, atormentaba a los laterales, corría, ayudaba al equipo y dejaba partido tras partido a Joaquín en el banquillo. Y llegó el maldito partido de Génova. 12 minutos que han dejado a Pablo sin Mundial.

El de Castellón se lesionó en el Luigi Ferraris. Estuvo varias semanas de baja mientras la afición pedía su recuperación. Se había ganado esa consideración en Mestalla. Su ausencia se notaba. Pablo volvió, o al menos eso dijeron los periódicos. No ha sido el mismo desde entonces. Nadie sabe dónde se dejó su explosividad en carrera. Tímido en el regate y fallón de cara a puerta, ha firmado un final de campaña paupérrimo. Sólo él sabe por qué. Tenía un sitio en el Mundial, pero lo ha perdido con toda justicia. Se lo dejó olvidado en Génova.