Estamos hablando de una de las hazañas más importantes del Valencia moderno. Puede que incluso de toda su historia. Y fue un lunes. Por una vez el primer día de la semana se quitó su fama de antipático para convertirse en una jornada de gloria. Todos los que se mofaban de su aire gris y amargo tuvieron que pedirle disculpas.
Un lunes puede acabar bien, pero jamás empieza con el pie derecho. Es una norma vital que uno aprende muy pronto, en la infancia. Interminables bostezos, seguidos de lánguidos pasos por el pasillo hasta salir a la calle y enfrentarse a una luz solar recién instalada. La vuelta a la vida de siempre, rodeado de las obligaciones de siempre y los libros de historia y matemáticas de siempre.
Pero ese día había un incentivo especial, un Barcelona-Valencia. Hay que esperar meses para que lleguen partidos así, y a éste le había tocado la incómoda y fea silla del lunes. Llegada la noche, Paco García Caridad narraba un partido que se ponía cada vez más negro. A los siete minutos de la segunda parte el Valencia ya perdía 3-0 y ante la persistente ansia de mi madre por que me fuese a dormir, acepté resignado y encaré el camino de la cama. Por una vez ganó mi madre, preocupada por mi rendimiento en el colegio.
A la mañana siguiente me despertó mi padre. Él sabía que lo que me iba a decir me enloquecería. En sus ojos vi esa luz que tienen todos los padres cuando saben que van a hacer feliz a su hijo. Se saben los Reyes Magos. -Esteban, 3-4. -Venga papá, no te rías de mí. Me pareció incluso duro que él, mi padre, estuviese jugando con mi ilusión, pero cuando noté que insistía en su mensaje fui corriendo a buscar a mi madre. Era necesaria una segunda fuente que confirmase la noticia. -Sí, es verdad. Milagro confirmado y la angustia de no haber sido testigo.
Me perdí aquella noche de fantasía. Mientras yo estaba soñando en mi cama, Morigi había empezado un monumento a la osadía y a la esperanza. Por lo menos aprendí que un lunes puede ser un gran día. Sólo hay que darle una oportunidad.